NOTA: Esta reseña fue publicada originalmente en catalán como «Carlos Barral, el personaje» en el Blog de l´Escola de Llibreria de la Facultat de Biblioteconomía i Documentació de la Universitat de Barcelona.
Lo primero que hay que decir de la edición en Lumen de las Memorias de Carlos Barral es quizá que es un libro muy bien hecho. Encuadernado en cartoné, con un retrato excelente obra de la fotógrafa Colita, con una sobrecubierta sobria y muy elegante en la que se nota la mano de la diseñadora Nora Grosse y que reproduce un fragmento de esa misma fotografía y en la que el título aparece en relieve en color plata, con unas guardas en buen papel, con un interior maquetado con gusto y en el que la caja y el cuerpo de la letra, generosos, se ponen al servicio de una lectura cómoda, con tres pliegos de fotografías…, en pocas palabras: un buen libro.
En cuanto al texto, se compone de un prólogo a cargo de Andreu Jaume (responsable de la edición), los tres volúmenes convencionalmente considerados de memorias de Carlos Barral (seguidos, cuando los hay, de los prefacios y notas introductorias a las reediciones de cada uno de ellos), un apéndice formado por dos capítulos referentes a la infancia (que dejaron de ser inéditos cuando, ya póstumamente, Tusquets los añadió a la reedición que publicó en 1990 de Años de penitencia) y un índice onomástico.
A grandes rasgos, pues, los textos son los mismos que ya había publicado Península con el título Memorias en 2001, precedidas en aquella ocasión de un breve y certero prólogo de Josep Maria Castellet y una jugosa introducción de Alberto Oliart. Según explica Andreu Jaume en la nota a la edición que acompaña el prólogo a esta nueva edición, el objetivo es dotar editorialmente de carácter unitario a lo que inicialmente se publicó en tres volúmenes, y de ahí la disposición –acaso discutible– de los prefacios y las notas de Carlos Barral después de cada uno de los textos (que podrían haber formado parte de los apéndices, por ejemplo), la unificación de criterios de cita (dado que los libros habían sido originalmente publicados por editoriales diversas, salvo el caso de Península) y también se han cotejado las primeras ediciones con las sucesivas reediciones para fijar un texto lo más limpio posible y que incorpora las últimas adiciones y correcciones del autor.
Confesaré de entrada que no me he entretenido a cotejar sistemáticamente las diversas ediciones, pero una mirada más o menos superficial es suficiente para detectar algunos errores que, dadas las circunstancias y las múltiples reediciones que han tenido estos textos, resultan un poco sorprendentes a estas alturas de la vida de los libros compilados. Para poner algunos ejemplos: la ausencia de acento en «Mas que las cuevas de Almería me recuerdan ahora ciertas habitaciones del desierto tunecino» (p. 269, la cursiva es mía), frases con erratas tan evidentes como «Ver nada suscitaba en Moissi gran rijo y ternura» (p. 293), «Se puso violentamente en pie e increpó a Novais que no entendía nada y le fue levantado de su silla a tirones de solapa» (p. 492), «…un pesebre de cabañas sobres unas lajas» (p. 485), la puntuación sin discusión posible errónea en «…la ausencia de criterio, la arbitrariedad y el talante ridículo de las resoluciones, eran una escocedura» (p. 459), a la que sigue otra frase también con coma criminal (entre sujeto y predicado), o la persistencia, tanto en el texto como en el índice onomástico, de la referencia al escritor hispanomexicano Paco Ignacio Taibo como José Ignacio Taibo (pp. 848 y 936), con el agravante, y el contexto induce a error, de no especificar si se trata de Paco Ignacio Taibo I (Taibo Lavilla) o de su hijo y también escritor, conocido popularmente como Paco Ignacio Taibo II (Taibo Mahojo), si bien lo cierto es que este error está ya en la edición de Cuando las horas veloces (Tusquets, 1988).
En cualquier caso, la potencia y la capacidad cautivadora de la prosa de Barral y el interés que tiene lo que explica bastan para atenuar todas las reticencias que puedan tener los lectores tiquismiquis ante estas imperfecciones. A lo largo de los tres volúmenes, el autor recrea, de un modo muy personal, su trayectoria vital y sentimental, así como la de su contexto más cercano, en tres etapas, aun cuando en este caso el término hay que tomarlo con mucha precaución: la infancia y la adolescencia de un hijo de la burguesía ilustrada (Años de penitencia, 1939-1959), el estudiante universitario y el poeta y su andadura hacia la fama como editor literario (Los años sin excusa) y la decadencia tanto profesional como de salud y la entrada en la política activa (Cuando las horas veloces, 1962-1981).
Me arriesgaré a suponer que serán la segunda y la tercera etapa las que más suscitaran el interés del lector de un blog como éste, y en consecuencia me centraré en ellas, pero de entrada hay que tener en cuenta que Barral crea en estos libros una variante bastante peculiar de los géneros autobiográficos y memorialísticos que incluso a menudo conscientemente rehúye ya no sólo la precisión histórica, sino incluso la estricta veracidad. El propio Castellet se hacía eco de ello cuando en la presentación del volumen de Península explicó que le señaló al autor diversas inexactitudes históricas que había detectado al leer el manuscrito de Años de penitencia, pero que a Barral eso le traía al pairo y que en consecuencia las mantuvo en la versión publicada.
En otras palabras, que nadie se espere otra cosa que un revoltijo de verdades, medias verdades, falsedades y silencios, pues el objetivo no es reconstruir los episodios evocados tal como se produjeron, sino más bien recrear una época y unos sentimientos a partir de los recuerdos que de ellos tenía Barral en el momento de escribirlos, y en algún pasaje es muy evidente que recuerda o evoca las cosas según le interesa para su objetivo, que no es otro que mostrar cómo fue construyéndose la leyenda o el personaje de un gran editor literario (que lo era), parte de la cual tenía un punto de ficcionalidad Tal vez sea clarificador acudir también a la novela de Barral Penúltimos castigos, publicada en la mítica colección Biblioteca Breve en 1983, donde el autor ficcionaliza uno de los episodios menos y peor conocidos de su vida profesional: su salida de la empresa familiar en la que se había formado y sus consecuencias, que creó bastante escándalo pero de la que conocemos sólo casi exclusivamente versiones interesadas. Hubiera sido muy oportuno incluso incluirla en este magnífico volumen, pues a raíz de su publicación generó una polémica, con querella del editor Francisco Gracia Guillén por injurias incluida, que llegó al Senado en la época en que Barral ocupaba un escaño por el PSC-PSOE. Por cierto, no hay noticia de que la mencionada novela se haya reimpreso ni reeditado desde que en 1994 Plaza & Janés publicó una edición de bolsillo, y no es fácil encontrarla. Insisto: aun cuando se decanta más hacia la ficcionalización, no hubiera desentonado en este volumen.
Este ir y venir entre los hechos históricos concretos, los sentimientos que provocaron (según se recuerdan años más tarde) y la actividad diaria lo asume el autor como poco menos que un rasgo de estilo –por lo menos en este proyecto narrativo concreto–, cosa que hace que, entre los muchos puntos de interés que tiene la obra, no predomine el de constituir una fuente de información fiable y rigurosa sobre la historia reciente de la edición en Barcelona. En diferentes momentos de la obra se explicitan dudas acerca de la cronología y la exactitud de algunos acontecimientos, así como alusiones al talante con que se aborda la escritura de estas memorias: «Fiel a una forma de contar basada en la espontaneidad de la memoria, al compromiso de respetar sus lagunas e imprecisiones», escribió Barral en el prólogo a la primera edición de Los años sin excusa (pp. 615-617).
Quizá no sea necesario aquí señalar los hitos en la extensa y brillante carrera de Carlos Barral, que se materializó en Seix Barral, Labor, Barral Editores y Argos Vergara, sobre todo, pero sí es interesante advertir cómo juzga en la distancia lo que considera su legado más importante (aun cuando a ratos lo hace con una muy evidente falsa modestia): la reivindicación del valor de la literatura internacional y de la latinoamericana en particular, y el hecho de poner en contacto la edición española con los editores occidentales más importantes de su tiempo, que llevó a cabo sobre todo en las célebres conversaciones de Formentor (en las que tuvo un papel muy destacado el editor Jaime Salinas) y los premios homónimos (ídem). Surge de ahí una información muy valiosa, aun tomándola con toda la precaución que la situación requiere, de las explicaciones sobre la importancia de las relaciones personales para promover determinadas líneas, tendencias y autores literarios, o de las conversaciones de pasillo y los trapicheos que desembocan en la concesión de un premio a un determinado autor en detrimento de otro, porque sacan a la luz aspectos que muy pocos otros editores han mostrado de una manera tan clara y sin ambages en sus escritor autobiográficos. El lector avisado sabrá leer como es debido aquellos pasajes en que, cuando el premio recayó en un autor poco solvente, alega ausencia o complicaciones de lo más diverso de las que fue víctima Barral que le impidieron imponer su criterio, en contraste con su fundamental y decisivo papel, según dice como al desgaire, en aquellos casos en que los premios se otorgaron a autores hoy de relevancia contrastada.

De izquierda a derecha, fila superior: Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente, Alfredo Castellón; fila inferior: Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald.
Es a todo punto indiscutible que Barral fue un gran editor y que su influencia en la generación inmediatamente posterior, la de Beatriz de Moura, Jorge Herralde o Esther Tusquets, fue muy provechosa y relevante, no se trata a estas alturas de escatimarle méritos, pero también es cierto que sobre todo estos «alumnos aventajados» aprendieron tanto de los aciertos como de los errores del maestro, y nunca perdieron de vista el peligro que puede suponer para un editor-empresario de personalidad fuerte el hecho de depender de un grupo editorial o dejar en manos ajenas según qué decisiones de tipo económico. El riesgo de no ver más allá de la leyenda que el propio Barral fue construyéndose a lo largo de su vida –el personaje que con ayuda del alcohol acabó por comerse a la persona, un poco a la manera de lo que pasaba a menudo con las estrellas del rock– no debería hacer olvidar que, si bien fue el impulsor de la carrera de autores tan notables como Vargas Llosa, Julio Cortázar y tantos otros, también fue quien puso en circulación ediciones de novelas de Raymond Chandler indecorosamente mutiladas, y no por culpa de la censura precisamente, como podría suponerse, sino en un simple caso de mala praxis editorial: no los hizo traducir del inglés sino que los encargó al poeta Joan Vinyoli a partir de versiones francesas abreviadas.
Más allà del muy útil volumen de Los diarios 1957-1989 de Barral que preparó Carme Riera con la colaboración de Pilar Beltran, y del Almanaque (que recopila sobre todo opiniones sobre poesía), existe un reguero de libros de memorialística que es provechoso leer en paralelo a las memorias de Barral, como es el caso de los de sus amigos y compañeros Josep Maria Castellet (Els escenaris de la memoria, Memòries confidencials dʼun editor y en particular Seductors, il·lustrats i visionaris) y Alberto Oliart (Contra el olvido), así como el excelente ensayo de Carme Riera (La escuela de Barcelona), pero aun así el poso que deja su lectura es que hay muchos aspectos de la labor editorial de Carlos Barral que todavía hoy están por estudiar y analizar antes de que estemos en disposición de poder separar la leyenda Barral de la verdad histórica.
Carlos Barral, Memorias, edición, introducción y notas de Andreu Jaume, Barcelona, Lumen, 2015.
Otras reseñas de la misma obra:
Ana Alejandre, «Memorias, Carlos Barral», Siglo XXI, 21 de diciembre de 2015; también en Editalnet, núm 34 (enero-marzo de 2016).
Natalio Blanco, «Carlos Barral, mucho más que el editor que rechazó Cien años de soledad», Esquire, 30 de noviembre de 2015.
Fernando Díaz de Quijano, «Carlos Barral, la voz literaria de un mito de la edición», El Cultural, 24 de noviembre de 2015.
Santos Domínguez,«Carlos Barral. Memorias», Encuentros de Lecturas, 11 de diciembre de 2015.
Antonio Lucas, «La memoria recobrada de Carlos Barral», El Cultural, 19 de noviembre de 2015.
Joana Rei, «Carlos Barral, una memoria visual», El Español, 19 de noviembre de 2015.
Gonzalo Torné, «La restitución de la escuela de Barcelona», Letras Libres, febrero de 2016.
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