Acaso no sea fechable el primer intento de maridar la palabra escrita con la audición de sonidos, pero pensando principalmente en los invidentes el –probablemente mal llamado– «audiolibro» cuenta ya con una historia bastante longeva y con algunos casos de éxito notable en contextos sociales como el estadounidense o el alemán. En realidad, el «libro leído», la grabación de una lectura en voz alta, en particular en el caso de las historias de ficción y la poesía, puede interpretarse como un regreso a los orígenes, a los tiempos de los rapsodas, o de los juglares y los trovadores. Por ese mismo camino interpretativo, podríamos emplear el término “representalibro” para definir o caracterizar la puesta en escena de un texto teatral (suponiendo que previamente hubiera sido publicado en forma de libro, claro está), “radiolibro” para referirnos a las lecturas por varios actores de la adaptación radiofónica de una novela tras su publicación en forma de volumen, o de “kinetolibro” para aludir a la grabación y proyección cinematográfica de un texto basado en un libro.
La idea de la grabación de lecturas tiene una historia realmente larga y curiosa, con antecedentes ya en el siglo XIX, con la invención del fonógrafo y lo que el propio Thomas Edison (1847-1931) bautizó como los «phonographic books», entre cuyos primeros ejemplos se cuentan los recitados de las canciones tradicional «Mary had a litle lamb» y «Hey Diddle, Diddle», junto con poemas de Tennyson.
Sin embargo, ese proceso germinal empieza a concretarse en los primeros años de la década de 1920, cuando el ingeniero de la General Electric Charles A. Hoxie (1867-1941) desarrolló el palophone (¿palófano?), un sistema de grabación multipistas de sonido óptico (sobre película en blanco y negro Kodak) que permitía captar las ondas sonoras generadas por un cristal, y que hizo posible legar a la posteridad algunos de los discursos del presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge (1872-1933), a quien cupo asimismo el honor de protagonizar el primer discurso grabado en cinta cinematográfica. De ahí surgiría el Photohone que comercializó la RCA a finales de esa misma década, y que tuvo su mayor empleo en la industria cinematográfica para obtener buen sonido sincronizado con las imágenes.
Paralelamente, la American Foundation Fort he Blind puso en marcha un ambicioso programa llamado Talking Books Program de grabaciones breves («The Raven», de Edgar Allan Poe, sonetos de Shakespeare o textos de cariz más patriótico, como fragmentos de la Declaración de Independencia, o fragmentos de la Biblia), para el cual contó con el apoyo del Congreso desde 1934, lo que se materializó en la exención de las leyes de copyright y en el envío por correo postal gratuito.
Sin embargo, mucho antes de que hicieran su aparición en el ámbito musical, los elepés entraron en escena y se emplearon para la grabación de lecturas en voz alta de textos escritos, lo que no tardó en provocar la reacción de la industria editorial. Curiosamente, entre 1934 y hasta después de la Segunda Guerra Mundial la audición de esos productos, destinados a la población invidente, estaban prohibidos por ley a quienes no padecían graves problemas de visión, y sólo a partir de 1948, gracias a los correspondientes acuerdos de cesión de derechos se legalizó su venta a todo tipo de públicos. Fue entonces, no por casualidad, que se generalizó la grabación también de elepés musicales. Entre los hitos de esos primeros años se cuenta la historia de Caedmon Records, fundada por las dos amigas veinteañeras Barbara Holdridge y Marianne Rooney, recién salidas del instituto, a partir de la genial idea de grabar un recital en Nueva York de un poeta de voz tan personal como Dylan Thomas (1914-1953) –de quien vale la pena oír sus peculiares y cantarinas lecturas en la BBC– y comercializarlo en forma de elepé, lo que supuso el despegue de una empresa muy exitosa. No tardaron en seguir sus pasos otras iniciativas, y muchos poetas vieron abiertas nuevas posibilidades para la difusión de sus obras mediante el vinilo.
En España, una de las iniciativas más estrepitosamente fracasadas pero fascinantes en este ámbito fue el Sonobox (publicitado como «el libro que habla») cuyos derechos obtuvo casi en exclusiva Plaza & Janés en la Feria de Frankfurt de 1983, con el propósito sobre todo de añadir a libros de historia algunos documentos sonoros en forma de pequeños discos intercalados entre las páginas, que podían reproducirse con un aparato del tamaño de un transistor que necesitaba cuatro pilas.
Lógicamente, los productos que se comercializaron con el sistema Sonobox se orientaban predominantemente hacia las enciclopedias y las obras de historia, y el objetivo era comercializarlos mediante venta directa, pero uno de sus más impactantes lanzamientos iniciales, por la proximidad de fechas, fue Decennium. Nuestro siglo. Texto, imágenes y sonido (1985-1990), en cinco volúmenes lujosamente encuadernados en símil piel con nervios tejuelos y dorados, y que cubrían las décadas 1940 a 1980, que se comercializaron también en combinación con otros seis títulos para conformar una enciclopedia en diez volúmenes, con un atlas internacional como adenda. Otro título de características similares fue la España. Nuestro Siglo, cuyo texto introductorio a cuatro volúmenes en encuadernación muy similar a la mencionada firmaba Pedro Laín Entralgo (1908-2001), y que también se vendía conjuntamente con la anterior. De características muy similares era la Enciclopedia Plaza & Janés, formada por una enciclopedia alfabética (8 volúmenes) y dos diccionarios.
Sin embargo, y en lo que parece una paráfrasis de The Buggles, la generalización de internet y la posterior de los podcasts estaba a la vuelta de la esquina, así que el sistema Sonobox cayo pronto en el olvido; y por si fuera poco, ya antes los quioscos se inundaron de obras, por fascículos o en volumen, que incorporaban todo tipo de sistemas de añadidos sonoros a las obras impresas (casetes primero, cedés luego), por lo que todo hace suponer que el fracaso de lo que incluso los medios más o menos especializados anunciaban como un producto revolucionario acabó desapareciendo discretamente debido al estrepitoso fracaso comercial. Aun así, es posible encontrar todavía hoy tanto lectores como ejemplares de las obras mencionadas, que, salvo error, son todas las que se pusieron a la venta.
Con todo, dice mucho de Plaza & Janés, una vez ya fallecido su fundador, Germán Plaza (1903-1977), que tuviera la audacia de atreverse a explorar un camino comercialmente tan incierto pero pedagógicamente fructífero, pues permitía, por ejemplo, oír al hilo de la lectura como sonaba un fusil de la guerra civil española, lo que a su vez explica por qué a los francotiradores urbanos de esa contienda se les llamaba «pacos». En el aspecto tecnológico, la historia demostró que era un camino sin salida.

Libro abierto en el que pueden apreciarse los discos sonobox tras cada una de las entradas enciclopédicas.
Fuentes:
AA.VV., «Caedmon: Recreating the Moment of Inspiration», National Public Radio.
LL. M.:, «Ayer, el libro de bolsillo; mañana, “el libro que habla”», La Vanguardia, 17 de marzo de 1984, p. 27.
Matt Novak, «The first audiobooks were invented for blind Americans in the 1930s», Factually, 30 de agosto de 1914.
Scheherezade Surià, «El vendedor de enciclopedias», En la Luna de Babel, 20 de abril de 2012.
«Sonobox es el nuevo sistetma», El País, 5 de septiembre de 1983.
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